Andrea Slachevsky*
Centro de Gerociencia.
El envejecimiento de la población constituye uno de los mayores cambios sociales de las últimas décadas. La esperanza de vida mundial aumentó de unos 29 años en 1800 a 46 en 1950 y 71 en 2015. En Chile, el porcentaje de mayores de 65 años en la población aumentó de 6,2% en 1990 a 11,1% en 2017 y llegaría a 21% en 2041. Hablar de envejecimiento es complejo, pues la definición simple de vejez —un criterio cronológico basado en el cambio biológico de los individuos— es “viejo” todo aquel sobre 60 o 65 años, coexiste con otras definiciones, convirtiendo a la palabra “viejo” en un término equívoco. Son plétora los que declaran “no ser viejos” pese a haber cumplido la edad cronológica, revelando su percepción oscura de la vejez. Por ejemplo, Humberto Maturana declaró en una entrevista reciente al diario La Tercera, a propósito de sus 90 años, que “me voy a morir antes de ser viejo… la vejez, más que con los años, empieza con la falta de autonomía”. Esta declaración revela una imagen de la vejez reducida a su dimensión biológica: si no hay deterioro, no hay vejez, ignorando la variabilidad de los cambios físicos y la dimensión psicológica y social de la vejez.
Nos cuesta reconocer la heterogeneidad de la vejez, donde coexisten personas que envejecen en buenas condiciones de salud, otras que, habiendo perdido salud física, mantienen un buen ajuste psicosocial y, por cierto, las que padecen patologías severas que comprometen globalmente su calidad de vida. Esta misma heterogeneidad cuestiona la efectividad de intervenir para limitar el riesgo de enfermar. El Alzheimer y otras demencias, que alcanzan hasta un 40% de los mayores de 80 años, son un buen ejemplo. Los factores de riesgo de desarrollar demencias pueden, como las dos caras de Jano, tener lecturas opuestas. Un 30% de esos factores es manejable. Por ejemplo, adoptar ciertos estilos de vida incide en el mayor o menor riesgo de tener una demencia. El otro 70% de los factores de riesgo, en cambio, no es controlable. Es decir, dados los conocimientos disponibles, ese 70% parece inmune a la voluntad individual o al efecto de las políticas públicas.
Tenemos entonces que convivir con esa doble realidad. Se puede actuar para disminuir la probabilidad de tener demencias, pero no es posible eliminar totalmente el riesgo: existirán quienes, más allá de todo esfuerzo, desarrollarán la enfermedad. Las conclusiones parecen indiscutibles: un mundo de viejos homogéneamente saludables es hoy ilusorio. Las políticas públicas y nuestra mirada de la vejez deben reconocer este hecho y actuar en consecuencia, propiciando un envejecimiento saludable y a la vez asumiendo las necesidades de los viejos enfermos, ayudándolos a convivir con su realidad. Posibilitar un buen envejecimiento implica contribuir al desarrollo de buenas condiciones de vida para aquellos que viven la vejez sin pérdida de su autovalencia o autonomía, pero también en cómo favorecer mejores vidas para aquellos que han perdido esa capacidad. Como dice el Talmud, “Respetad al viejo que ha olvidado su saber, porque las tablas rotas tienen su lugar en el Arca, al lado de las Tablas de la Ley”.
*Esta columna fue escrita junto a Daniela Thumala, Centro de Gerociencia, Salud Mental y Metabolismo y Departamento de Psicología, Universidad de Chile.
Fuente: La Tercera – 12/11/2018.